Salacidades
Se acabó lo que se daba.
Se agotó la caja chica del banco de la procacidad.
Los nuevos miembros saben de antemano,
en su insolencia,
que el caudal de fondos es irrisorio;
y sin embargo, aspiran a morder los escarpines
de los machotes poderosos.
Todavía, estériles, serviles, agachados.
Los moderadores se atajan y renuncian.
Los directivos atan cabos, piensan y chamuscan
las viejas ideas de la supervivencia.
Al fin, el trabajo no se presume gratuito.
Chapeau, compañeros.
Los cachafaces están en el horno.
Las reinas que engordaban con elegancia
se arrepienten, y tergiversan sus pecados
en peinetón blancuzco y rodetes tumefactos por el
spray.
Dios nos libre de los parientes de la conspiración.
Los cómplices (bichos y dinosaurios)
tendrán que dar la cara con vergüenza
y devolver lo robado, porque el pueblo así lo exige.
Siempre el mismo excremento público
quiere entretener a la fauna
bajo el cataclismo de sus salacidades.
Son las estirpe de inclinados a la lascivia,
al escorbuto, la lepra, la miseria.
Hay que salir a matar mujerzuelas
que engendran hijos desorillados
con el dogal al cuello, jadeando como perras,
para no morirnos de pena.
La ponzoña trepadora dejará de estar de moda,
como el maní con cáscara,
el casco medieval,
la guitarra en el ropero,
y los zapatos de gamuza azul
amenazados y congruentes con su época
de despertares de vitrola cerril y faroles
cabrilleantes.
Se terminó la fiesta de los eruditos en convicción
y de payasos sin nariz de plástico.
Somos muchos, somos más, somos tantos
acodados, que casi
los estamos bordeando a todos.
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