Hijuela
Quien participa en el caudal del polvo,
que heredamos los nietos del dialecto
bajado de los barcos,
en tercera,
con los bolsillos llenos de promesas
que atestiguan carencias y pudores,
exhorta al escozor;
igual que los turbios rescoldos
de brasa refractaria a las pasiones,
que queman con su fuego el vaciadero
del anticuerpo inmune,
que debe restañar la herida
vacilante
del amor circunscripto a postulado y
prestidigitación.
Somos simples tablones de los aserraderos,
con diferentes tintes y tamaños.
Para construir muebles, hemos matado al árbol.
Para sembrar el árbol, mordimos la semilla.
La semilla del fruto,
despojado de su carne mollar,
nos dará sombra,
mientras nosotros aprendemos
a enunciar oraciones
gramaticalmente incorrectas;
invirtiendo en lunfardos de lenguas populares;
pagando en efectivo las minutas;
la venda que nos cubre
la flema y la paloma.
Hemorragia insensata por doquiera:
Adquirimos vocablos que nos sirven
para denominar al dios Observador,
adjetivo poético de Júpiter.
La fuga de cerebros ceñida a los estrados,
donde una hijuela rompe un inventario
de bienes y de ruinas,
es una fórmula cargada de triquiñuelas,
de evasiones que desplomaron
a contraluz
su correlato: Zona franca.
Agrura esclavizada en estridencias
de “los descamisados de alpargatas”
y blondos “nenes de mamá”
que recitan discursos rutilantes,
importados de Cuba,
fabricados en las mismas tienditas
del macarrónico mercado
que exporta bancos, tiempos de hamburguesa,
malestar, dioses, mimos, cocaína,
resonancia de Hollywood,
guerra virtual, bufones, hecatombes,
sexo, trompeta, saxo y clarinete.
Un mundo amarillento, adoctrinado
por propaganda y lluvia a goterones,
con gemidos de turba
que rastrea al bisonte de Altamira,
y enjuga testamentos como ofrenda.
Juntos hemos creado los abismos
más horrendos,
que separan al ángulo y su espejo.
Juntos van a pastar nuestros futuros,
que marchan juntos,
con una mano atrás y otra delante.